Una semblanza de Mama Antula, quien será canonizada el próximo domingo

María Antonia de San José fue una mujer con un estilo muy peculiar. Los viajes los hacía caminando descalza y pidiendo limosnas.

Curiosidades06/02/2024Studio341NewsStudio341News
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María Antonia de Paz y Figueroa, nació en Santiago del Estero en 1730. Pertenecía a una familia importante y tradicional. 

El día que su mamá la dio a luz nadie alcanzó a imaginar qué sería de esa niña. Al acariciarle los pies pequeños tal vez ninguno podría presentir la cantidad de kilómetros de caminos que andaría entre llanuras, sierras y montañas. En aquel pueblo de Silípica de la Provincia de Santiago del Estero en 1730 nació María Antonia. A los pocos años la familia entera se traslada a Santiago del Estero.

Su mamá le enseñó a rezar, y ella disfrutaba de esos momentos, de la misa, las devociones. Empezó a ganar espacio en su corazón el deseo de entregarse por entera a Jesús y la expansión de su Reino. Y a los 15 años de edad toma la decisión de entregarse como laica consagrada. Renunciando a casarse y formar una familia propia se dedicaría a servir a Dios en los espacios que hicieran falta: educación, misión, enfermos, pobres, catequesis.

Como las mujeres que en ese tiempo tomaban este camino, vestía un hábito negro, parecido a la sotana de los sacerdotes, y una toca o velo en la cabeza. También asumió como nombre María Antonia de San José.

Vivía según el carisma de los Padres Jesuitas, que le ayudaron mucho en su progreso espiritual. Ella, y no sólo ella, admiraba la obra que esos sacerdotes realizaban en la misión, la promoción humana de los indígenas, la educación, los Ejercicios Espirituales.

Esos Ejercicios era predicados según la enseñanza de San Ignacio de Loyola, el fundador de la Compañía de Jesús, también llamados padres Jesuitas: San Francisco Javier, San Alberto Hurtado, San Luis Gonzaga, San Pedro Claver, San Roque González de Santa Cruz, por mencionar algunos.

Las jornadas de Oración y reflexión se desarrollaban durante 10 días en los cuales un sacerdote predicaba unas meditaciones inspiradas en San Ignacio que ayudaban a contemplar la vida de Jesús en el Evangelio.

Estas meditaciones, que ahondan en la interioridad de las personas, buscan ayudar a abrir el corazón para dejarse tomar de la mano por Jesús que quiere mostrarnos su amor que nos ayuda a cambiar lo malo y fortalecer lo bueno que tenemos en la vida.

María Antonia tenía una gran capacidad para consolar, alentar, ayudar a los pobres. Por eso los santiagueños le llamaban cariñosamente “la mama”. Y Antula viene del diminutivo de Antonia en lengua quichua, como si le dijéramos Antonita.

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Cuando tenía 37 años de edad, en 1767, los padres jesuitas fueron expulsados de España y sus colonias. Sin tiempos de transición, de repente tuvieron que partir dejando colegios, misiones, casas de Retiro.

La desolación, el descontento, el dolor se adueñaron de los más cercanos colaboradores de la obra de la Compañía de Jesús. Pero a medida que pasaron los días o unas pocas semanas, la Mama Antula sintió en su interior que Dios la impulsaba a algo grande, enorme: dar continuidad a los Ejercicios Espirituales.

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Asumió este nuevo llamado junto con las otras mujeres consagradas con las cuales habían compartido vivienda y tareas los años anteriores. Primero recorrieron las Provincias del Noroeste incansablemente. Luego caminó desde Córdoba hasta Buenos Aires para impulsar también allí los Ejercicios. Estaba terminando el año 1779.

Conseguía sacerdotes que predicaran según las enseñanzas de San Ignacio. No se cobraba nada. Acudían los pobres, los esclavos, los ricos, los gobernantes… A todos quería hacer llegar el fruto espiritual del encuentro con Dios. Salía por las casas con su carrito para pedir donaciones a los vecinos. Nunca les faltó comida.

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Comenzó a edificar una Casa para los Ejercicios que se encuentra actualmente en Avenida Independencia y Salta, en la Ciudad de Buenos Aires. Muchos de nuestros próceres de la Revolución de Mayo hicieron sus Ejercicios Espirituales allí. Esa Casa retiros es un lugar emblemático de estilo colonial con las habitaciones que dan a un claustro alrededor de un patio con un aljibe en el medio. Es un oasis de paz en medio de la vorágine de la vida urbana.

Murió antes de verla terminada, el 7 de marzo de 1799. Sus restos están sepultados en la Parroquia Nuestra Señora de la Piedad, en el barrio porteño de Congreso.

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